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Todas las vidas
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eBook200 Seiten3 Stunden

Todas las vidas

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"Todas las vidas" es un libro inspirado en la canción de Sabina "La del pirata cojo". El libro de las vidas soñadas desde la música pop. Al lector le interesa la vida de la gente anónima, la que no participa de la producción cultural, las decisiones institucionales o la organización política. ¿De qué se alimenta anímicamente un hombre de barrio obrero o una mujer sin recursos? De la narrativa pop que está en las canciones, por ejemplo. Algunos de estos personajes tienen finales completamente absurdos, pero el camino de una vida apasionada merece la pena.Xosé Ramón Pena forma parte de la gran tradición gallega de cuentistas. Saber contar un cuento viene sobre todo de la tradición de una cultura cuentista.Xosé Ramón Pena sabe, como supo Fernández Flórez o Cunqueiro, construir personajes que rayan el esperpento, tratarlos con una ironía tierna y llevarlos por una historia de sueño y pérdida que deja en el lector un recuerdo de lo que significa vivir. Todas las vidas es un libro inspirado en la canción de Sabina "La del pirata cojo". "Con un poco de imaginación partiré de viaje enseguida a vivir otras vidas, a probarme otros nombres, a colarme en el traje y la piel de todos los hombres que nunca seré".
SpracheDeutsch
HerausgeberDe conatus
Erscheinungsdatum13. Sept. 2022
ISBN9788417375751
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    Buchvorschau

    Todas las vidas - Xosé Manuel Pena

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    Lo conocí en el Chacal. Era la antevíspera de Reyes, y desde el inicio de la tarde al cielo le había dado por gotear copos de nieve deshilachados que no llegaban a cuajar en una capa densa. En realidad, ya iban varios días así: en las horas centrales no pasábamos de los tres o cuatro grados, y por la noche andábamos bajo cero sí o sí: el termómetro marcaba menos dos, menos tres… creo que incluso llegó a caer hasta los menos cinco. Nosotros llevábamos allí desde después de Navidad, llegamos el 28 o quizás fuese el 29… Hacía ya algún tiempo que teníamos la costumbre de pasar la Nochebuena en casa de mis padres, en Ferrol, e irnos luego a Fresneda, y aunque viajar en aquellas fechas, y con aquellas carreteras, no resultaba muy fácil que digamos, a Maribel le gustaba ir junto a los suyos. Su hermana Loli y el marido y los niños subían siempre desde Valencia; alguna vez también se sumaban, en este caso desde Barcelona, Carlos y Nuria. En Fresneda, además de mis suegros, vivía también la hermana mayor, Chelo, así que a veces acabamos juntándonos unas dieciocho personas para la cena de fin de año… Debo confesar que, de primeras, me había resultado un poco raro todo aquello. Mi familia no es muy extensa… pero a Maribel, ya digo, le agradaba retornar a la casa natal, y nuestros hijos tenían ganas de pasar una temporada en compañía de sus primos: Álex hacía excelentes migas con Darío, el segundo de los hijos de Loli y Eduardo, horas y horas montando los dos el Tour de Francia con las chapas de los refrescos y las cervezas. En cuanto a Lucía, tanto ella como sus primas estaban muy integradas en un grupo de chicas de la propia Fresneda, y no daban el brazo a torcer… Así que, al final, yo mismo me fui acostumbrando y, a pesar de ciertas incomodidades por compartir espacios con tanta gente, lo cierto es que me lo pasaba bien. Incluso diría que bastante o muy bien: cobijado dulcemente en el mismo meollo de aquellas jornadas de ocio y fiesta.

    Sí que hacía mucho frío… Tan pronto como dejamos la carretera nacional y nos fuimos a incorporar a esa otra, camino de Fresneda, se dibujaron a lo lejos las cumbres blancas de la Sierra de las Quijadas. Luego, a medida que la ruta fue ganando altura, la nieve comenzó a relampaguear sobre los lados, los fosos y los prados de alrededor… No tuvimos problemas, no obstante, para acceder al pueblecito; en los asientos de atrás, Lucía y Álex mostraron su satisfacción por volver a encontrarse con aquel meteoro que tan difícilmente podemos contemplar a la orilla del mar. Nos costó Dios y ayuda que los dos chicos diesen por válido un «Ya veremos» con respecto a la posibilidad de subir hasta el puerto de Santa Cruz, en la frontera de León con Asturias, las praderas altas y las brañas, donde el ganado pasta al final del verano, teñidas ahora abundantemente con los brillantes albores del invierno… Cuando arribamos, por fin, a Fresneda, los restos de la nevada competían aún en los tejados con aquella otra negrura del carbón omnipresente, el olor pegajoso empapando enseguida las ropas y asentándose en los pulmones. Justo en medio de una niebla ligera, preñada de humedades, gateando desde el río, las casas mineras encendían lentamente los fuegos de la noche, reflejando espumas de azul contra un cielo denso, repleto de plomo.

    Acaba de cumplirse un año desde que unos cuarenta trabajadores habían ido a encerrarse en la cuarta planta, en el interior del pozo Barredo. Estaban frescas aun las imágenes de las movilizaciones populares, las gentes manifestándose con vehemencia por toda Asturias y el norte de León contra el desastre imparable que se les venía encima. Los líderes de los grandes sindicatos, Nicolás Redondo y Antonio Gutiérrez, habían comparecido en Mieres y, cuando los mineros abandonaron el encierro, toda una multitud entusiasmada fue a aclamarlos a la salida del pozo. Fueron bastantes, entonces, los que creyeron que se trataba de una auténtica victoria de la clase obrera —algunos se habían puesto incluso a cantar aquello de: «Hay una lumbre en Asturias que calienta España entera, / y es que aquí se ha levantado toda la cuenca minera»— y que Barredo iba a permanecer en el futuro como su fulgurante símbolo. Y sí que es cierto: lo que allí sucedió persiste en la memoria; solo que resulta ser el recuerdo triste del fin de una etapa.

    También en Fresneda el pueblo había salido a la calle. Fueron una Navidad y una entrada del nuevo año repletos de reivindicaciones, debates encendidos, ansiedades y, desde luego, mucho alcohol corriendo por los bares. Las palabras, como chispas, anhelaban convertirse en llamarada y no faltó, por tanto, algún episodio en que los desafíos casi se tornaron en hecho consumado. Ahora, doce meses más tarde, los ánimos parecían algo más templados, las promesas de sindicatos y Gobierno habían sosegado las lenguas afiladas y, en medio del frío, no faltaba quien explicase que todo había sido apenas una simple confusión, una pesadilla salada, fruto de una mala ingesta. Felizmente, se había hecho de día, y la luz de la alborada había venido a verterse de nuevo sobre las hartas cortezas de las montañas.

    —¿Y no será la calma que precede a una nueva tempestad? Yo, la verdad, es que toda esta historia de una explotación racional del carbón… bueno, no lo veo nada claro.

    Mi cuñado Carlos, el hermano más joven de Maribel, no se creía que aquella guerra se hubiese terminado. Al contrario, en su análisis presagiaba nuevos y más duros capítulos que no tardarían en precipitarse. Sin embargo, para Paco, el marido de Chelo, y para sus compañeros en el agujero, había que relanzar el optimismo.

    —A ver, catalán, no te me pongas dramático. Que el Barça vaya a perder este año la liga no es motivo para que nos vengas con esas historias. En Fresneda y en toda la comarca la mayor empresa es Arizmendi, y los vascos siempre han sido gente seria. Así que aquí nadie va a cerrar ningún agujero, puedes estar bien seguro. Y, cambiando de tema… a ver, no es por nada, pero… ¿Nuria siempre le habla en catalán a la guajina? No es que me parezca mal, ya sé que allá las cosas son como son. Pero, a ver: somos españoles, ¿no? Supongo que tú, por lo menos, sí que lo harás en cristiano

    Mi sobrino Alberto, el hijo de Paco, iba a cumplir entonces los dieciocho, fue a mediar en favor de su tío y de la ecología. Toño, el de la cara quemada, Paco lo consideraba como «casi de la familia», no le dio cuerda al chaval.

    —Mira, guaje, tú calla y atiende, que tu padre lleva toda la razón. A ver, Carlos, que no te parezca mal, pero lo que dice tu cuñado va a misa: los de Arizmendi son gente de fiar. Además, yo creo que ya ha pasado lo peor. No digo que no puedan cerrar nada, pero en todo caso serán chamizos y no una explotación grande, como la nuestra.

    Como sucedía siempre en tales fechas y horas del año, había mucha gente en el Chacal. Además, acababa de entrar de repente, huyendo del frío y dando voces, toda una gavilla insurgente. Pidieron de inmediato una ronda de whiskys, excepto dos de ellos, que pretextaron tener sed y optaron por la cerveza. A Cherokee, el dueño del local, por alguna razón oculta, no le pareció muy adecuada la elección. Sobre todo en el caso de alguien a quien apodó como Algarrobo, natural de Villacid.

    —Para ti no hay cerveza. O bebes whisky como todos los demás o no bebes. ¡Ráscate el bolsillo, hostia, que eres más ruin que la fame!

    Quien más, quien menos, el comentario motivó la carcajada general. Cherokee era como era: «¡un puto punky minero!», según él mismo declaraba con frecuencia, pero, por lo demás, absolutamente legal. De hecho, el Chacal estaba decorado con carteles de los Sex Pistols, The Clash y los Buzzcocks. Perfectamente encuadradas, por encima de la fila de botellas, campaban aún una fotografía de Joey Ramone y una entrada para un concierto de The Damned al que Cherokee presumía de haber asistido en Manchester, en plena fase gótica del conjunto británico.

    —¡Más ruin que la fame lo serás tú y la puta que te parió! —dijo desde la voz ronca, el rostro sombrío y la cabeza enorme, terrajada en el tronco del cuello—. Pero, venga, ponme entonces una cerveza y un whisky, pedazo de cabrón. ¡Hoy vamos a entamala, cago en tal! ¡Y, de paso, ve cambiando esa mierda de música! —Cherokee le mostró, erguido, el dedo corazón de la mano derecha, los demás celebramos ruidosamente el gesto—. ¡A ver; pon ahí algo que se pueda oír, hostia! ¡Cagondiós, pon a Víctor Manuel!

    Creo que ya llevábamos allí más de una hora, puede incluso que dos. Fuera volvían a gotear algunos copos de nieve menudos. Entraron nuevos grupos haciendo estrépito, tan mojados como sedientos. En el penúltimo de ellos venía él.

    Saludó y fue saludado por los de mi grupo. Le di la mano, pero no percibí con claridad el nombre. Paco me lo repitió, pero su voz se perdió para mí entre la batería y el bajo de La Polla Records. De nuevo mi cuñado intentó explicarme, mucho más con el lenguaje de los gestos que con palabras, que estábamos invitados a otra ronda…

    Fueron dos copas más, creo. No sé cuánto alcohol llevaba ya encima, pero sí que suficiente para empezar a entrecerrar los ojos, trabárseme la lengua y concluir que estaba a las puertas, cruzando el umbral de una buena tajada. Lo cierto es que cada vez me costaba más prestar atención a las conversaciones cambiantes…

    —Pero vosotros… ¿qué hostia os pasa? ¿Os dejáis invitar por cualquier carapijo?

    Carlos, mi cuñado catalán, se volvió de inmediato. Volví a entornar los ojos e incluso intenté tartamudear alguna suerte de excurso. Desde luego, nadie me prestó atención.

    —¿Pero a ti… qué leches te pasa, guaje? —era Paco quien respondía ahora—. ¿Es que no tienes otra cosa que hacer que venir a buscar bronca?

    Sin quererlo, habíamos formado un círculo. Carlos intentó cogerlo por el brazo y alejarlo, pero el otro se sacudió con fuerza.

    —¡Digo lo que me sale del nabo! ¿Qué hostia pasa? ¡Ya no estamos en la dictadura! ¡Bien que le gustaría a ese cabrón que volviesen los suyos! Pero… ¡por aquí!

    Todo el local se había girado de repente hacia nuestro grupo. Hasta Cherokee fue a bajar la música. El mencionado se volvió, entonces, lentamente.

    Fue en ese momento cuando por fin reparé de veras en él. Ancho y de piernas arqueadas, ligeramente encorvado. La cabeza, el pelo rizado, se obstinaba en prolongar su corta estatura en una suerte de retorcidos tornillos que ahora se había puesto a rascar con la mano izquierda. Lo observé en la oscuridad de los ojos pequeños, atrincherados tras una corteza de humedades remotas. Me di cuenta de que tenía las piernas y los pies firmemente plantados… A pesar del frío, se había quedado apenas con la camisa remangada: luego, sobre el pelo del brazo izquierdo descubrí, tatuado, el emblema de la Legión española.

    —¿Qué pasa? ¿No tienes nada que decir? ¿Acaso se te han comido la lengua? Aunque tampoco me extraña…

    Yo lo conocía de vista; incluso había mantenido con él alguna breve conversación en un par de ocasiones: de complexión fuerte y ojos verdeazulados, sabía que le llamaban el Rubio y que vivía en Villacid, como el Algarrobo. De más joven había trabajado algún tiempo en la mina, pero ahora —creo que se lo oí contar a Chelo o a Avelina, mi suegra— andaba de repartidor de no sé qué cosa. No me parecía ser mala gente… Mis cuñados Carlos y Paco, también Toño y aun algún otro del grupo, intentaron otra vez detener la inminente tormenta. Desde detrás de la barra, Cherokee nos pedía calma con gestos.

    —Tu padre, tu tío, toda tu puta familia: ¡asesinos en el 34 y asesinos en el 36! ¡Siempre fascistas asesinos, hijos de puta! ¡Pero esos tiempos se han acabado para siempre! ¡Ahora os vais a cagar por la pata abajo, cagondiós!

    —¡Joder, Rubio, ya está bien! ¡No me jodas! —Paco se había puesto en medio, el otro lo evitó—. ¿Qué hostia buscas comportándote como un babayu? ¡Cagondiós, deja ahora la política, que aquí estamos todos de folixa!

    Por un momento pareció que mi cuñado había conseguido su propósito. El Rubio se acarició levemente con una mano el pelo largo y dorado; con la otra cogió el vaso de whisky, se lo llevó a los labios y se lo bebió de un trago. Después gruñó aún alguna blasfemia indescifrable y pareció dirigirse hacia la barra, hacia Cherokee. Carlos y yo cruzamos unas miradas de alivio.

    —¡Me cago en todos los putos rojos cabrones y maricones de mierda! ¡Me cago en sus viudas, en sus hijos y en sus nietos! ¡Diez, cien… mil veces al paredón y a las cunetas con ellos! —había dejado el vaso sobre la mesa, se puso firme y alzó el brazo derecho—. ¡Viva la Legión! ¡Arriba España!

    No sé cuántas veces lo he contado. Y, a pesar de eso y del tiempo que ya pasó desde entonces… A ver; hay cosas que aún me parecen… no sé, como si tuviera alguna especie de niebla, una gasa, una especie de velo sobre los ojos… Por eso, por más que intente anotarlo, por mucho que busque precisarlo… En fin; recuerdo que el Rubio se giró desde la barra, o puede que ni siquiera se hubiese acercado aún a ella. Lo que sí veo claramente, lo que de veras recuerdo es que, a su vez, bramó algo muy fuerte, supongo que le llamaría «cabrón», «hijo de puta» o algo peor, si es que lo hay… Luego, todo sucedió como un relámpago, pero en mi cinta, en mi película de los hechos, sucede mucho más despacio y mucho más borroso. De repente, alguien dio un grito de advertencia: «¡Rubio, hostia, no hagas eso! ¡Deja la puta botella donde está!». Pero yo no miré hacia la barra, sino hacia el otro: allá continuaba, con los pies plantados con firmeza en el suelo. La mano derecha realizaba el saludo fascista.

    Contemplo ahora el hombro y el brazo, y casi ya no soy capaz de recordar las heridas. Es decir; no recuerdo el dolor del impacto del vidrio sobre la carne ni tampoco los cristales rotos alrededor. Por no tener, ni siquiera tengo claras las imágenes de todo lo que vino después, la confusión y el estropicio, los gritos de la gente, el alcohol, las primeras curas… No obstante, sí que surge claro aquel rojo de la sangre brotando con fuerza, tiñéndome el jersey y empapándome yo mismo con él, y sin quererlo, las manos y la cara… Más tarde aún es cuando surge el calor intenso, un fuego insoportable quemándome los ojos, chispas que me prenden en la piel. Y de inmediato, el extraño contraste con ese otro frío, el hielo paralizándome las piernas, descargándome martillazos secos sobre las sienes…

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