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Metafísica de la comunidad: Investigaciones sobre la esencia y el valor de la comunidad
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eBook579 Seiten7 Stunden

Metafísica de la comunidad: Investigaciones sobre la esencia y el valor de la comunidad

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Metafísica de la Comunidad pone en el centro a las diferentes comunidades que vertebran la vida social, indagando sus cimientos esenciales y sus relaciones recíprocas. Aplica el método fenomenológico-eidético, pero con un signo predominantemente ético-axiológico y antropológico personalista.

Un estudio tan profundo y fundamental es hoy tanto o más necesario que cuando su autor lo escribió en la edición de 1975. Reflexionar sobre la esencia y valor de la comunidad urge tanto más cuanto mayor éxito han tenido los ensayos de tergiversación o de disolución de la comunidad, sea desde el impositivo colectivismo negador de la individualidad personal, sea desde el empobrecedor individualismo disolvente de todo vínculo con otras personas. Por eso, la intención de ofrecer estas páginas no obedece solo a un interés académico o historiográfico, sino sobre todo a incitar a la reflexión en la que nos va una dimensión constitutiva de nuestra vida como agentes suyos.
SpracheDeutsch
HerausgeberEditorial UFV
Erscheinungsdatum14. März 2023
ISBN9788419488794
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    Buchvorschau

    Metafísica de la comunidad - Dietrich von Hildebrand

    Introducción

    Tras un prolongado oscurecimiento de la comprensión del sentido y valor de la comunidad, la sensibilidad para su esencia parece resurgir de nuevo en el anhelo por la comunidad, en la búsqueda de nuevas formas comunitarias, que se encuentra hoy de múltiples modos. Pero a la vez se extienden en gran número las falsas concepciones y tendencias que se inclinan especialmente a ver en la entrega del individuo a la gran comunidad, presuntamente abarcadora, la específica superación del egoísmo. Se incurre en el error de pretender rescatar, de la estrechez del yo, aquel ethos en el que el individuo se siente únicamente como elemento parcial del todo, sacándolo de la actitud egocéntrica de modernidad. Se olvida con ello que hay también un hundirse por debajo de la vida privada, un hundirse en una conciencia comunitaria fundada de un modo meramente vital, en el que el individuo renuncia a aquella actitud espiritual a la que como persona está no solo facultado, sino, ante todo, obligado. Se olvida que cada alma individual representa un valor que se eleva infinitamente por encima del valor propio de toda comunidad terrena. Y se olvida, sobre todo, que solo en la entrega a Dios y al prójimo la persona sale de la estrechez de su yo. Así pues, hoy parece estar especialmente prohibido considerar en su plenitud la esencia y el valor de la comunidad.

    En el presente trabajo, la esencia, las formas fundamentales y el valor de la comunidad van a ser sometidos a un análisis filosófico fundamental. Sin embargo, lo que este libro quiere ofrecer no es algo así como un sistema de sociología. De ningún modo quiere exponer el contenido de esta esfera en todos sus aspectos ni en toda su estructura sistemática. Ni siquiera se van a presentar solo pensamientos sobre la sociología o prolegómenos metodológicos para una sociología. Más bien, se expondrán detalladamente las líneas ontológicas fundamentales de lo comunitario, y además se tratarán en sus rasgos fundamentales muchos e importantes problemas particulares.

    La estructura del libro se configura del siguiente modo. En la primera parte, se tratarán las bases personales de la comunidad en el sentido más amplio de la palabra. Habrá de investigarse el ámbito unitario de las actitudes y actos personales en los que, dentro de la esfera de la persona individual, se funda la posibilidad de la comunidad. Ese ámbito habrá de considerarse atendiendo a una aprehensión más completa de lo esencial en toda su extensión y su contexto, o sea, sin limitarlo al especial dominio que en el sentido más preciso e inmediato entra en consideración como fundamento de la comunidad.

    La segunda parte analizará la esencia de la comunidad en sentido estricto. Las cuestiones fundamentales son aquí: ¿qué clase de configuraciones son las comunidades desde una visión ontológica? y, además, ¿cuáles son los principios de su constitución y cuáles son sus formas fundamentales?

    En la tercera parte, se tratará el entrelazamiento mutuo de los distintos tipos de comunidad. Se mostrará en qué medida las comunidades se tocan, se interpenetran, abarcan otras o son abarcadas por otras, o incluso se atraviesan mutuamente y, posiblemente también, se excluyen entre sí.

    Finalmente, la cuarta parte se hará cargo del problema fundamental de si las comunidades poseen un valor propio específico y de qué clase es este valor; además, qué puntos de vista axiológicos están aquí en juego y qué rango corresponde a los tipos clásicos de comunidad respectivos en atención a su valor. Por supuesto, habrá de tener un papel significativo la eliminación de puntos de vista falsos.

    En la esfera global del tratamiento científico de la comunidad, hay amplios apartados en los cuales los datos empíricos históricos funcionan como base metódica. Por el contrario, las investigaciones que nos ocupan aquí son —como ontología de la comunidad— de naturaleza apriórica. Se trata en ellas de análisis esenciales, de intuiciones que en su naturaleza apriórica no son afectadas por el hecho de que hayamos debido conocer por experiencia (en el sentido más amplio de la palabra) las formas individuales y concretas de comunidad. Tampoco el hecho de que tengamos que experimentar colores; esto es, que debamos aprehenderlos en una vivencia concreta para poder afirmar algo sobre ellos, excluye la posibilidad de conocer clases aprióricas y conexiones esenciales aprióricas en el ámbito de las cualidades cromáticas. Pues lo mismo vale para nuestro caso. Por supuesto, no es este el lugar para examinar más de cerca estas cuestiones de teoría del conocimiento. También ellas encontrarán su respuesta apropiada en el tratamiento concreto de las cuestiones objetivas.

    Nos ha parecido que debíamos aguardar a publicaciones posteriores para ocuparnos con la multitud de trabajos significativos e interesantes que son pertinentes a nuestro tema. Entrar más detenidamente en ellos venía excluido por la extensión de nuestro libro, condicionada en su plan fundamental; y tocarlos brevemente no solo habría tenido que ser objetivamente insuficiente, sino que también estaría inevitablemente expuesto a múltiples malentendidos, dada la enorme multiplicidad —casi cambiante de un investigador a otro— de concepciones y modos de expresarlas.

    Por lo demás, una aclaración general más. En el curso de nuestras discusiones, se habla repetidamente de Cristo, también de la Iglesia o de cosas que de múltiples modos pertenecen a esta esfera, como, por ejemplo, el sacramento del matrimonio o ciertas formas de amor, pero ante todo de su estar fundados profunda y últimamente en Cristo. Lo que aquí se dice sobre ello no hay que entenderlo como si implicara una posición real¹ de aspectos de la revelación positiva, sea directamente, sea dándolos por supuestos. Más bien, ponemos exclusivamente estados de cosas, que conciernen a objetos sobrenaturales tan solo según su contenido esencial ideal, sin afirmar absolutamente nada sobre la realidad de estas objetividades. Y hacemos esto solo en la medida en que el contenido esencial en cuestión es descubierto como una unidad de sentido, o sea —en tanto que se trata de ciertas actitudes y actos espirituales—, en la medida en que aquellas objetividades sobrenaturales pertenecen de modo puramente intencional a sus correlatos objetivos y caracterizan como tales a las vivencias. Por tanto, pese a la —imprescindible— referencia a contenidos de la revelación, de ningún modo tiene lugar aquí una presuposición ilegítima, desde un punto de vista filosófico, de hechos de la revelación en su existencia real. Esta referencia, en el sentido recién mencionado, es exigida categóricamente en ciertos ámbitos desde el punto de vista puramente filosófico. No tiene que ver lo más mínimo con una confusión entre lo cognoscible de modo natural y lo accesible solo por revelación, ni por tanto con una mezcolanza de los métodos filosófico y teológico.

    Esto es algo que ha de subrayarse con toda energía, porque hoy se da abundantemente la tendencia, enteramente extraviada, de que en el momento en que en un trabajo filosófico se topa con el nombre de Cristo, se lo tenga por una confesión personal acientífica, donde en vez de un análisis filosófico objetivo solo se encontraría entusiasmo religioso. Sin embargo, las afirmaciones sensualistas más absurdas sobre la persona y la esencialidad —manifestaciones en las que los ciegos hablan de los colores— se hacen valer, también cuando se las critica, como científicamente discutibles. Opiniones como la darwinista, según la cual la persona espiritual habría evolucionado a partir de un mero ser vivo —opiniones, por tanto, que filosóficamente están al mismo nivel que la hipótesis de que una melodía se haya convertido en una piedra por vía evolutiva—, son desde luego impugnadas, pero tomadas filosóficamente en serio. En cambio, la mera constatación de que en un escrito filosófico se hable de Cristo o de los sacramentos es, para muchos, motivo suficiente para considerar sin más el trabajo como acientífico y saltar sobre él al orden del día, sin tomarse la molestia de fijarse en qué sentido y con qué fundamento se tocan los aspectos de la revelación positiva.

    ¿Podría sostenerse con seriedad que san Agustín, san Anselmo, santo Tomás, san Buenaventura o Nicolás de Cusa no son filósofos porque sus grandes visiones filosóficas estén inmersas, de múltiples modos, en consideraciones teológicas? Desde luego que nunca ni de ningún modo puede borrarse la diferencia entre conocimiento natural y revelación. Pero es necio, sumamente acientífico y ciertamente un clásico caso de deficiente libertad de presupuestos considerar un libro como no filosófico porque en él se mencione el nombre de Cristo, en vez de cuestionar imparcialmente qué hay en ese libro de auténticamente filosófico y atender a en qué sentido se hace referencia a lo sobrenatural.

    I

    Las bases personales de la comunidad

    en sentido amplio

    1. La persona como mundo para sí y como ser comunitario

    La persona representa un mundo para sí en el máximo grado entre todas las criaturas que se nos dan en la experiencia. Ciertamente, que posea absolutamente el carácter de un ente para sí viene dado con su ser-sustancia; más aún, representa una sustancia completa que en su ser constitutivo no admite complemento alguno. Sin embargo, la persona es con mucho —además de esto— un ser para sí de un modo más prominente que cualquiera de las demás sustancias, sean de la esfera meramente material o cosas corpóreas, sean sustancias de la esfera vital o meros seres vivos.²

    1.1. RASGOS ESENCIALES DE LAS AUTÉNTICAS SUSTANCIAS

    En la noción de sustancia reside, en primer lugar, que sea un todo, algo unificado en sí. Así, entre los constituyentes de la masa material de una piedra existe, por principio, una copertenencia íntima que, con mucho, prevalece frente a toda copertenencia con el entorno: las partes de la piedra tienen, como tales, una cierta unión y cohesión interna. Una mera porción de materia —por ejemplo, una porción de agua— de ningún modo es una cosa, una sustancia material. En conexión con ello, tenemos un segundo elemento: la sustancia, especialmente la sustancia material, está delimitada respecto al entorno y posee una cierta figura relativamente constante e independiente del entorno. Por informe, irregular y sin sentido que esta figura sea, el trozo de materia ha de poseer una figura, debe ser una cosa, debe poder reivindicarse como una sustancia. Una determinada porción de agua que se encuentra en un recipiente no tiene el carácter de una cosa porque no posee una auténtica figura propia que la realce como algo unitario respecto a la masa material. La casual delimitación puramente cuantitativa —la figura condicionada por el entorno, el recipiente, que se altera sin más en cada nuevo recipiente y nunca puede considerarse como auténtica figura de la porción de agua— no basta para hacer aquella delimitación que una cosa necesariamente posee como sustancia. Incluso, por otro motivo, una colina en un terreno con altibajos no es ninguna cosa en sentido pleno. Posee, ciertamente, la cohesión interna y la unión, es un todo, posee una auténtica figura; pero su delimitación y su destacarse del entorno no son suficientes para que estemos ante una auténtica cosa: está demasiado adherida al entorno.

    Pero incluso cuando se da una auténtica cosa —como una piedra o un trozo de metal—, el destacarse de la correspondiente sustancia a partir de la masa de lo material tiene un carácter relativamente aleatorio, en oposición profunda a las sustancias de la esfera vital. El organismo —una planta o un animal— representa de manera totalmente unívoca y plena algo en sí acabado, una entidad que, por todos lados, se configura como un todo. Cada organismo está acabado como tal y, en cierto modo, circunscrito por un ciclo de sucesos vitales, referidos unos a otros, que lo diferencian inequívocamente de los otros organismos y lo destacan como un todo en sí mismo unificado, como un auténtico individuo. La conexión que hay entre todos los elementos dentro de una unidad orgánica es mucho más estrecha que la que los vincula con los elementos propios de otros organismos, excluyéndose que se difuminen los límites entre los distintos individuos. Aquí, desde el principio solo entra en consideración la delimitación con respecto a otros organismos, no el desprenderse de una masa de ser de algún modo continua y englobante. Pues aquí falta lo paralelo a la materia: la teoría de una corriente de vida unitaria y englobante a la medida del ser en la que participen los seres vivos individuales; una mera teoría que, además, no es sugerida de ningún modo por la situación objetiva dada intuitivamente. En todo caso, tal medio vital no sería la capa más profunda de realidad en los vivientes individuales, su fundamento, como la materia lo es en relación con las cosas materiales.

    Si comparamos la sustancia ser vivo con una cosa material, tenemos en la segunda el mero recortarse más o menos aleatoriamente de la masa de lo material, que siempre caracteriza a las cosas materiales, en clarísima oposición al microcosmos que cada ser vivo representa, al genuino individuo orgánico presidido por un principio interno de sentido más allá de toda aleatoriedad. También podemos desprender artificialmente a voluntad nuevas cosas a partir de la masa de lo material, una posibilidad que no tiene análogo en el dominio de los seres vivos. Los seres vivos son sustancias en un sentido mucho más pleno que lo que pueden ser las cosas materiales, aunque estas estén penetradas —más allá de su unidad como cosa— por un cierto principio de sentido: como los instrumentos de trabajo, los muebles, etc. Pero este principio de sentido queda relativamente impotente: la unidad de la mesa como mesa no está lejos de la dignidad de realidad que tiene la unidad de la cosa material, la cual funciona como sustrato de la mesa. Es característico de esto el que esta cosa corpórea siga existiendo en su carácter de cosa, propio de ella, aunque a consecuencia de una deformación deje de funcionar como sustrato de una mesa y la mesa como tal ya no exista.

    1.2. LA PERSONA COMO FORMA SUPREMA DE SUSTANCIA

    Si ahora nos fijamos en la sustancia hombre, vemos inmediatamente que aquí el carácter de sustancia se le aplica de un modo incomparablemente más perfecto. El hombre es una persona. Es un ser que es consciente, que posee un yo, que está cohesionado en sí, que se posee a sí mismo, que es libre. Reflexionar sobre esta peculiaridad nos muestra lo enteramente nuevo, lo incomparablemente más profundo de la región del ser con que aquí nos encontramos; y nos lleva a reconocer su inmensa distancia respecto a las sustancias materiales y vitales, también por lo que hace a su peculiaridad del ser-para-sí sustancial.

    Se pueden ver sin más, como notas de esta sustancia, la unidad completamente clausurada en sí, la cohesión interna y libre de todo elemento de lo aleatorio, y la nítida delimitación y diferenciación frente a cualquier otro individuo. Pero de lo que sobre todo se trata es de que el hombre participa plenamente de la dignidad de las sustancias personales, en virtud de la cual representa la forma más elevada de lo sustancial, en la medida en que el carácter de lo individual y del mundo para sí encuentra en ellas su expresión prototípica. Concebir la persona individual o el hombre como un mero pedazo desprendido de un continuo llamado espíritu —como hacen por principio los panteístas— es un extravío en un sentido enteramente distinto que el establecimiento de la vida como englobante continuo. Toda teoría semejante nace de no comprender en absoluto lo espiritual como espiritual, sino de concebir la persona según el modelo de la materia. Ahora vemos lo que significa que cada hombre sea un mundo para sí. Sea dicho de nuevo en pocas palabras: en la persona, el carácter sustancial se da con una perfección que excluye por completo el corrimiento de los límites que circundan a la persona. Las personas nunca pueden fusionarse en una unidad como los elementos de un continuo, no pueden figurar con su núcleo personal como partes genuinas y propias de un todo. La vinculación que se puede dar en las figuras materiales es en ellas imposible. Pero también se excluye aquí en sentido propio la vinculación vital, en sí misma no sustancial, que aún es posible en los puros seres vivos.

    Y, sin embargo, la persona, que constituye un mundo para sí como ninguna otra criatura de las que conocemos por experiencia, solo encuentra el cumplimiento de su dotación esencial en el contacto espiritual con otras personas, en la unificación con ellas: dicho brevemente, solo en la comunidad, en el sentido amplio de la expresión. Por un lado, la consideración de la esencia de la persona, de su estructura, de sus actos y de sus tomas de posición nos muestra al hombre en su carácter sustancial peculiar, que excluye que dos personas se complementen en una sustancia; pero, por otro lado, lo muestra también en su inequívoca disposición al complemento moral por medio de otros, en su estar destinado a la comunidad con otros. Así pues, encontramos también que el hombre, aun siendo un mundo para sí tan característico, posee la posibilidad, en su trascender, de entrar en contacto con otras personas, estableciendo un enlace mucho más profundo que la secuencia externa que vincula las partes de un continuo. Cuando la persona se dirige a otras personas con pleno sentido y simultáneamente capta su referirse a ellas —como en una conversación en común, en las preguntas y respuestas o en la manifestación recíproca del amor—, se constituye un contacto con las otras personas mucho más propio y profundo que aquel externo vincularse de partes en un todo.

    2. Los niveles de contacto espiritual

    2.1. CONTACTO ESPIRITUAL INTENCIONAL Y REAL ENTRE LAS PERSONAS

    Hay una enorme gradación dentro del dominio del contacto espiritual entre las personas; son contactos que se dan en sentidos enteramente distintos. El nivel más bajo, o más propiamente el prenivel, se presenta cuando nos dirigimos interiormente a otras personas; por ejemplo, cuando veneramos a alguien, nos enojamos con él o lo queremos, pero sin manifestar nuestra toma de posición frente a él. Entonces, estamos ocupados con él, entramos en la persona ajena según la medida más o menos profunda de la toma de posición; pero no atravesamos realmente el espacio interpersonal, espiritualmente no entramos en contacto efectivo con el otro, nuestra toma de posición no lo alcanza realmente, sino solo intencionalmente.

    Si aquí se contrapone el contacto real de personas espirituales al denominado intencional, se deben precisar brevemente ambos términos con más detalle.

    En el conocer y en las tomas de posición, nos referimos al mundo de los entes de modo intencional. Si percibimos una casa o una melodía, no participamos realmente en su ser, sino solo intencionalmente. Nos referimos con pleno sentido a estas entidades y participamos por completo en ellas; es una participación en algo como solo la pueden tener las personas, nunca las configuraciones no personales. Dentro del dominio de esta participación intencional, hay muchos niveles de distinta direccionalidad:³ desde el mero saber⁴ hasta la aprehensión intuitiva, desde el mero aprehender hasta la comprensión penetrante, desde la simple contemplación indiferente hasta el entrar entusiasmado y el dirigirse amoroso. Pero todas estas diferencias se quedan dentro del dominio de la participación intencional en el ser, y hay que separarlas por completo de la participación real en el ser que contraen, por ejemplo, dos elementos cuando se combinan químicamente o de la que tiene lugar entre espermatozoides y óvulos en el proceso de fecundación.

    Un nivel intermedio peculiar se presenta cuando tocamos físicamente un objeto material. En cierto sentido, podemos designar esta relación —frente a la que se da en el conocimiento y en el tomar posición respecto del objeto— no como meramente intencional, sino como contacto real; en cambio, aquí no se puede hablar de una participación real en el ser.

    Pero, si el objeto es una persona espiritual, entonces la situación se transforma en un punto decisivo, pues en ese caso existe una posibilidad de contacto que no se plantea respecto de las configuraciones no personales: el objeto puede acoger conscientemente una relación espiritual. Aunque esto no es todavía una participación real en el ser, la direccionalidad espiritual hacia otra persona, y que es advertida por ella, significa en cierto modo un contacto real con la otra persona, en contraposición a la direccionalidad hacia otro sin que este lo advierta. Este caso presenta alguna analogía con el del contacto con un objeto físico, pero en ciertos aspectos va más allá. Frente al contacto con un objeto físico, el vínculo que se produce entre dos personas —por ejemplo, cuando la una dice algo a la otra y esta lo advierte— es un contacto de una especie enteramente nueva más profunda y mucho más real. Aquí reside una posibilidad de diferenciación en el contacto que no se plantea en las formaciones no personales y que, por otro lado, dentro de la esfera del contacto espiritual entre personas supone una diferencia decisiva respecto al posible carácter de realidad del contacto.

    A continuación, se va a traer a colación el término real, por contraposición a intencional, específicamente para el elemento diferencial que tiene lugar en el dominio de los contactos interpersonales. De este modo, la expresión contacto real no debe significar nunca una participación en el ser efectiva —como, por ejemplo, la que resulta entre espermatozoide y óvulo—, sino que con ella debe designarse un nivel de contacto determinado y decisivo.

    Con intencional se designa, en general, el espiritual y pleno de sentido referirse de la persona a objetos en actos y tomas de posición, frente a los puros estados en los que falta la referencia a objetos. Según este significado de intencional, evidentemente son tan intencionales los contactos reales con personas ajenas como los meramente intencionales. Para evitar malentendidos y poder seguir usando el término intencional en el sentido acuñado por la fenomenología, designaremos como intencional aquel contacto espiritual que se contrapone al contacto real. Ciertamente, la diferencia que aquí se ha mostrado entre contacto intencional y real esconde un importante problema metafísico. Pero en nuestro marco no podemos entrar en él. Tampoco lo requiere la clara intelección de que hay diversos niveles de contacto, ni la comprensión de su esencia y la diferencia entre ellos en la medida exigida para nuestro contexto.

    2.2. ACTOS SOCIALES NECESITADOS DE ADVERTENCIA

    En nuestra advertencia terminológica, ya hemos indicado algo en lo que ahora tenemos que adentrarnos temáticamente más. Antes que nada y frente a aquellas relaciones con otros donde la otra persona es objeto de nuestra toma de posición, el modo como nos referimos a los otros en los así llamados actos sociales representa un nivel completamente nuevo. Ya comuniquemos algo a alguien, le preguntemos, prometamos o le pidamos algo, estamos atravesando un espacio interpersonal, por así decir; es decir, el peculiar medio espiritual que se halla entre las personas espirituales y que posee una analogía con el espacio del mundo externo. Mi prometer o mi pedir alcanzan al otro realiter en el sentido antes indicado, y él lo advierte. Estos actos sociales —como muestra Reinach en su clásico trabajo sobre el a priori en derecho civil—⁵ necesitan ser advertidos. Si no lo son por la otra persona, se frustran. Una orden, una petición o una comunicación no advertidas por el otro son una mera incoación, una rueda que gira en el vacío, como una flecha disparada que cae al suelo sin alcanzar su objetivo. El modo como aquí estoy referido al otro exige que él se percate de mi acto, que sea realmente tocado por él. No tomo al otro solo como objeto, como en la cólera inexpresada o en mi veneración; sino que lo reivindico como sujeto. Lo implico como compañero, por así decir, en la situación espiritual. A simple vista, se ve que aquí se inicia el contacto real con la persona ajena. Pero, por otra parte, en el acto social la persona ajena es solo destinataria, nunca objeto para mí. Además, hay siempre para mí un contenido objetivo: prometo al otro hacer algo o le comunico algo. Siempre reclamo que el otro mire también a un contenido determinado. El otro es destinatario (aunque en un sentido completamente distinto según la clase de acto social) y tenemos un objeto común que, por así decir, está entre nosotros. Por tanto, en cierto sentido, la toma de posición no advertida, que no alcanza realmente al otro, significa un entrar en la persona ajena en un grado materialmente mayor que el acto social, en la medida en que el otro es aquí propiamente objeto, punto de mira material de mi vivencia.

    2.3. TOMAS DE POSICIÓN MANIFESTADAS

    Un nuevo nivel en el contacto con la persona ajena, en el que por cierto los dos elementos (el acceso material al otro como objeto y el contacto real) están estrechamente fundidos, tiene lugar cuando manifestamos nuestra veneración, nuestro amor, odio, etc.; es decir, cuando el otro apresa realiter y conscientemente el rayo de nuestra toma de posición. Pensemos en el caso en que alguien encuentra a su enemigo y tiene por fin la ocasión de manifestarle su odio —sea con palabras, con la mirada, gestos o acciones— y de alcanzar al otro con el rayo encendido de su odio. Aquí reside claramente un tipo enteramente nuevo de vivencias; nuevo tanto respecto del acto social como respecto de la toma de posición silenciosa, como es, por ejemplo, una veneración de la que la otra persona no sabe nada. Esta toma de posición manifestada es de fundamental importancia tanto personal-ontológicamente como sociológicamente.

    Por otro lado, existe en ella el peligro de que se la confunda con otras vivencias, como cuando falsamente se pretende tomarla por la mera combinación de algunos otros tipos de vivencias. Por ello, debemos someter la toma de posición manifestada a una consideración algo más detenida. Inicialmente, se insinúa la tentación de considerar este caso como la mera combinación de una toma de posición y un acto social. Se podría pensar que un amor o un odio manifestados no son nada más que un amor o un odio que comunico al otro. Pero esto sería completamente falso. El comunicar, como acto social, se dirige a otra persona y posee además un objeto. Siempre comunicamos algo a alguien. Según lo dicho antes, la persona ajena es solo destinataria, no objeto. El objeto de la comunicación es siempre un estado de cosas. No podemos comunicar cosas, personas, cualidades o vivencias; sino solo y únicamente situaciones que traten de cosas, personas, cualidades o vivencias: o sea, que una cosa existe, que una persona es tal o cual, etc.

    Por supuesto que puedo comunicar al otro una situación que concierne a mi vivenciar; como, por ejemplo, que lo odio. Pero entonces este estado de cosas es algo objetivo a lo que yo mismo miro y a lo que dirijo la mirada del otro. La comunicación no se vuelve un tipo u otro de vivencia según el estado de cosas comunicado verse sobre mí y mi vivenciar, sobre una cosa material o sobre una persona ajena. La comunicación se queda en mera comunicación. Si comunico a alguien que tengo dolor de cabeza o que estoy irritado por algo, mi vivenciar la persona ajena consiste meramente en el acto social de comunicar. Aquí no se puede hablar de una unidad orgánica del acto social de la comunicación y la propia toma de posición cuya existencia comunico. El acto social y la toma de posición no están enlazados de ningún modo como vivencias. Mi comunicación como tal tiene que ver con el enfado o con la alegría cuya existencia le comunico a alguien no más que con el árbol de cuyo florecer le hablo a alguien.

    En cambio, precisamente lo característico de la toma de posición manifestada es que la toma de posición y el dar noticia de ella representan un todo orgánico. No se trata del estado de cosas que odio o amo, sino de que la toma de posición se hace ruidosa, alcanza efectivamente a la otra persona. Y el amor y el odio no desempeñan aquí el papel de objeto de una comunicación al que yo mire reflexivamente, sino que me encuentro ejecutando la toma de posición, me encuentro en mi odio o en mi amor. Con lo cual, se descubre la gran diferencia que hay entre la mera comunicación de que odio a alguien y la manifestación del odio.

    Además, la toma de posición manifestada solo es ejecutable frente a quien se aplica. Solo puedo manifestar mi odio a quien es odiado; solo a quien amo puedo manifestar mi amor. Pues la manifestación consiste precisamente en que la toma de posición propia alcanza realmente al otro, en que sea sentida por el otro en la propia realidad corporal de su contenido, por así decir. Por ello, la manifestación solo es ejecutable frente a quien se aplica materialmente, mientras que es obvio que en la comunicación no sucede nada análogo.

    2.4. DELIMITACIÓN DE LA TENDENCIA DE EXPRESIÓN DINÁMICA NO TENDENCIAL

    Si ahora vemos claramente que la toma de posición manifestada no significa la combinación de una toma de posición y un acto social —como el comunicar—, no por ello queda descartado todavía otro malentendido. Pues se podría considerar la toma de posición manifestada y referida a la persona ajena como una toma de posición que se expresa, en el sentido específico del término expresar. Es propio de todas las vivencias emocionales abrirse paso con una cierta expresión. La mayoría de las veces, esta expresión se cumple de modo enteramente inconsciente. Alegría y dolor se reflejan en el rostro sin que lo note el afectado; en la cara vemos impresos susto, temor, excitación o temblor; en la actitud, en gestos, en exclamaciones, vemos también confianza, tranquilidad interior, indiferencia, entusiasmo o indignación sin necesidad de que el afectado sea consciente de que su movimiento emocional se hace visible.

    Esta expresión, por sí exitosa, es una función enteramente normal de la vida emocional. Tenemos que hacernos especial violencia cuando queremos inhibir la repercusión normal de las vivencias emocionales hacia fuera. Alguien cuyo corazón rebosa de alegría tiene que esforzarse para poner cara de total indiferencia. Quien está traspasado de dolor tiene que hacerse violencia si no debe notarse nada de ese dolor. Solo cuando existen cualesquiera razones para detener su repercusión normal, se es plenamente consciente de la tendencia a una expresión. En otro caso, como se ha dicho, la expresión brota de suyo. Cuando alguien puede expresar más tarde la alegría que no le era permitido mostrar, cuando puede dar rienda suelta al enfado que tenía que contener, cuando puede llorar su dolor que antes tuvo que dominar, entonces estamos ante el segundo caso de una toma de posición que se expresa: el caso en el que se es plenamente consciente del hecho de que la vivencia emocional repercute hacia fuera. De manera consciente, se da libre curso a la tendencia inmanente de las vivencias emocionales a penetrar y, además, a repercutir en la esfera corporal. La sentencia del Evangelio «de la abundancia del corazón habla la boca» (Mt 12, 34) trae a expresión plástica esta tendencia elemental de todo lo emocional.

    No es difícil ver que la toma de posición manifestada no es simplemente una toma de posición que se expresa. Ante todo, una manifestación solo puede plantearse en tomas de posición que se refieran materialmente a personas ajenas. Y esto no significa solo un elemento que se añada desde fuera —adicionalmente, por decirlo así— a la complejidad característica de la toma de posición manifestada. Más bien, como es fácil ver, ello se encuentra en el contexto de sentido de una peculiaridad esencial de todo el acto, e implica una diferenciación interna en la dirección a manifestarse. En cambio, la tendencia a expresarse se da de igual forma y modo en toda toma de posición emocional, ya en relación con la persona ajena, ya en solitario. La posee tanto la alegría como el amor. Se acrecienta cuanto más intensa es la toma de posición emocional, cuanto más vehemente es el movimiento interno, cuanto más tiene de carácter afectivo.

    Obviamente, un amor que se nota en la cara de un hombre, sin que el sujeto afectado sea consciente de esa expresión, no puede ser tratado como un amor manifestado. Por tanto, de antemano hay que dejar aparte el caso de la expresión que se pone por sí misma. Pero también hay que excluir enteramente de la toma de posición manifestada el caso del despliegue expreso y consciente de la tendencia expresiva. Pues esta tendencia expresiva no es intencional, sino de naturaleza dinámica. Hay que separarla por completo de la tendencia a la manifestación, que es propia de muchas tomas de posición hacia otra persona, pero en absoluto de todas ellas. El amor, el odio o la veneración quieren hacerse sentir por aquel a quien se dirigen. Pertenece a su sentido que lo que dicen interiormente al otro, lo que constantemente va dirigido a él, se le haga también perceptible. Solo así estas tomas de posición obtienen su pleno cumplimiento sin que se frustre su sentido, como los actos sociales cuando no son manifestados o no son advertidos. La tendencia dinámica a la expresión, la necesidad de airear la alegría o el amor con palabras, gestos y acciones —el «querría grabarlo en todos los árboles» de Schubert—, no tiene en sí carácter intencional y no apunta en absoluto, en las tomas de posición hacia otra persona, a que aquel a quien se dirige la toma de posición sienta su irradiación. Aquí lo decisivo es más bien la relajación de la presión vital que surge de toda vivencia emocional intensa.

    Así pues, nos queda claro lo propio de la toma de posición manifestada hacia otra persona. Es un todo unitario; y no la combinación de una toma de posición con el acto social de comunicarla. Tampoco es simplemente una toma de posición que se expresa consciente o inconscientemente en el sentido desarrollado antes. Más bien es algo fundamentalmente nuevo frente a la toma de posición silenciosa: a saber, el manifestarse de la palabra interior dirigida al destinatario, de aquella palabra que está inmanentemente contenida en toda toma de posición hacia otra persona, un efectivo salir de mi toma de posición hasta la del otro. Además, pertenece necesariamente a su plena constitución que el otro no solo tenga conocimiento, sino que sea efectivamente afectado por el peculiar material de mi toma de posición. El amor y el odio han de llegar hasta la zona pertinente en la otra persona: el amor, dando calidez, deleitando y envolviendo bondadosamente; el odio, lastimando y corroyendo.

    2.5. NIVELES DEL CONTACTO-YO-TÚ PERSONAL

    En relación con la situación dada con la toma de posición manifestada, tenemos que diferenciar más de cerca los siguientes casos que constituyen en sí distintos niveles de contacto. En primer lugar, alguien manifiesta su amor; y la persona amada ciertamente advierte la manifestación, pero sin ser afectada específicamente por ella. Esa persona solo toma conocimiento del amor, pero este no la alcanza en la zona pertinente; no se hace sentir con su material específico. Más bien resbala por la persona amada, que tiene conocimiento de él como puede tenerlo de un amor dirigido a un tercero. Aquí se malogra, por así decir, la toma de posición manifestada; ella es advertida por el destinatario, formalmente, como una mera comunicación.

    Respecto al contacto con otras personas —en comparación con ese resbalar de la toma de posición manifestada—, representa un avance el caso en que el amor manifestado ciertamente alcanza al otro en la zona específica, pero es rechazado expresamente y se le responde con la toma de posición opuesta; por ejemplo, con odio. En ciertos hombres, el amor a otro despierta directamente fastidio, rechazo y, a veces, odio. El amor manifestado, que sienten con su cualidad específica y de cuya existencia tienen un conocimiento no solo distanciado, los encona. Por ejemplo, a alguien lleno de resentimiento el rayo del bondadoso amor al prójimo puede molestarle y despertar odio en él. O una joven puede responder con desdén al amor de un admirador cargante. Precisamente, el hálito palpable del amor ajeno es lo que funda en ella el desdén. Aquí la toma de posición manifestada es advertida formalmente como tal; no, por tanto, como una mera comunicación. Pero, aunque el contenido material de dicha toma de posición afecte a la joven y sea sentido por ella, no actúa de manera conforme a su sentido; y a fin de cuentas este resulta también malentendido, y a veces incluso solo parcialmente notado.

    Un paso más en el contacto se presenta cuando la toma de posición manifestada no solo es sentida, sino que también repercute en el otro de un modo específico. Si alguien manifiesta a otro su amor, alcanzándolo con calidez y deleite —o sea, no afectándole solo formalmente, sino resonando en él de acuerdo con su contenido material específico—, entonces sucede un contacto mucho más estrecho. El amor es aceptado en el pleno sentido de la palabra.

    Frente a ello, en fin, el caso de la correspondencia al amor significa un avance completamente decisivo si esta correspondencia es asimismo manifestada. Aquí, ambas personas se dirigen la una a la otra, internándose en tal situación espiritual simultáneamente como sujeto y como objeto. Cuando el amor o el odio son manifestados a la vez por las dos personas, se llega al culmen formal del contacto espiritual, al entrecruzamiento de miradas de amor o de odio. Aquí tenemos a la vista el punto culminante del modo originario de contacto espiritual, que podemos designar como contacto-yo-tú.

    Una analogía con estos niveles materiales de contacto espiritual la encontramos en el mirar. Primero, en la forma en que espiritualmente nos referimos en vacío a las personas cuando las miramos; cuando miramos a alguien, y él no lo nota. Aquí tenemos el nivel más bajo; por así decir, el contacto solo intencional, no real. El segundo nivel es cuando él lo nota sin mirarme. El tercero, cuando ve mi cara al mismo tiempo que yo la suya. Y aparece un contacto espiritual completamente peculiar cuando nuestras miradas se encuentran y —como empujadas mutuamente— alcanzan a la persona del otro: es el culmen formal del referirse expresamente el uno al otro. Pero esta analogía con los niveles materialmente diferenciados no solo existe en el referirse formalmente entre sí, sino también en la esfera de la expresión. El mirarse-recíprocamente-a-los-ojos es también, considerado de modo puramente físico, la clásica expresión del culmen formal del contacto espiritual: el entrecruzamiento de miradas de amor o de odio.

    3. La unificación

    Vamos a dar ahora otro paso decisivo. Incluso el culmen del contacto personal, tal como se presenta en la realización recíproca de las tomas de posición manifestadas, todavía no incluye en sí —esto es, de modo general— una unificación. Para

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